"Apasionadamente cucaracha:
una lectura de A paixão segundo
G.H.
de
Clarice Lispector."
[N.B.: Ponencia leída en
la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY) en Stony Brook el 7 de diciembre de 1995.]
Si tuviese que definir un tema general trabajado por la escritora brasileira Clarice Lispector (1925-1976) en sus obras, diría que Lispector trabaja el problema del valor del ser humano como ente en el mundo, tanto en su relación con el mundo, como en sus relaciones con
otros, como en su relación con sí mismo. Una rápida mirada a su obra novelística revela un
desarrollo temático en torno
al
descubrimiento del mundo
y de uno mismo. Sus obras enfatizan la
angustia (ansiedad), la soledad/el aislamiento, y la urgencia de auto-conciencia que caracterizan
a los hombres y a las mujeres del siglo veinte.
Interesantemente, A
paixão segundo G.H. (1964,
señalada en adelante por su versión al español La pasión
según G.H.[1]) es la obra intermedia de Lispector, tanto físicamente, como
ideológicamente. Vemos en ella el centro que se pregunta y continúa preguntándose por su
significación como
ser
en un mundo que la rodea y con un mundo con el cual ella, o sea G.H., se ha rodeado. La pasión según G.H. es la historia de una mujer que, al entrar al recién evacuado cuarto de la sirvienta, entra en un recinto dominado por la vacuidad del ser. La cucaracha, la
única otra protagonista del relato, engendra la negatividad creada por los temores de G.H. en enfrentarse al sí mismo definido por el estar-ahí heideggeriano.
Su circulación verbal aparenta demostrar la inutilidad del logos en re-presentar
la verdad, en este caso el ser. Pero, contrario al consenso de los críticos de Lispector,[2] propongo que La pasión según G.H. no termina en el silencio wittgenstiano
como normalmente es alegado, y, por lo tanto, en un abandono del proyecto, como generalmente se
opina; sino que G.H. termina, si se puede decir que termina, siendo proyectada hacia un nuevo programa ontológico que rebasa los límites del Logos occidental.
Todos aciertan que La pasión
según G.H. estructuralmente re-presenta un rito místico, un
intento de acceder al «otro» reinante y significador del ser. Pero el error de los críticos ha estribado en concluir que G.H. fracasa en su viaje epifánico dado que renuncia su existencia lingüística y racional por un «adorar» irracional que la deja sin voz en un mundo logócrata. Yo
concluyo que es precisamente este abandono lo cual acierta el triunfo
de G.H. en liberarse
de los amarres del lenguaje. Veamos como esta transformación se da.
Los momentos en la obra son esencialmente tres: 1) al entrar el cuarto, 2) el encuentro con la cucaracha, y 3) la
aceptación de su condición poslingüística.
Al entrar al cuarto de la sirvienta G.H. se encuentra con un espacio rapazmente evacuado de
vida.
Hacía unos seis meses—el tiempo que aquella criada estuvo conmigo—que no
entraba yo allí,
y mi espanto se debía a
toparme con una habitación totalmente
limpia.
Esperaba encontrar tinieblas, me había preparado para tener que abrir de par en par la ventana y limpiar con el
aire fresco el olor cerrado. ...
Desde la puerta veía yo
ahora una habitación que tenía un orden tranquilo y vacío. En
mi
casa fresca, acogedora y húmeda, la criada, sin avisarme, había preparado un
vacío seco. Ahora era una habitación toda limpia y vibrante como en
un manicomio de donde se retiran los objetos peligrosos. (33)
¿Qué objetos peligrosos?
Limpia y vibrante, la blancura de las paredes, la frialdad de la
percutida cama y la deliberada
austera presencia de las tres raquíticas figuras en la pared desconciertan a G.H. de tal forma que se encuentra
lanzada a un vórtice que niega toda
comprensión de su propia vida.
«Desanimada, contemplé la desnudez del minarete: / La cama,
sin
sábanas, mostraba el colchón de paño de lana polvoriento,
con
grandes manchas desteñidas
como de sudor o de sangre, manchas antiguas y pálidas» (37). Como un manoplas a la cara, la
estéril vacuidad del cuarto, y, especialmente, de los cuerpos, remiten a las angustias inherentes a
la
realidad con la cual G.H. se arropa. Y, en medio de ese desértico recinto, una temerosa cucaracha se asoma, con antenas burlonas, a recordarle a G.H. que en el final son ellas las que permanecerán en un mundo devastado por la humanidad.
Entonces, antes de comprender, mi corazón encaneció como encanecen los cabellos.
Al lado de mi rostro introducido por la
abertura de la puerta, muy cerca de mis ojos, en la semioscuridad, se había movido una cucaracha enorme. Mi grito fue tan ahogado, que sólo por el silencio contrastante me di
cuenta que no había gritado.
(41)
Me embriagaba por vez primera con un odio tan limpio como de una
fuente, me embriagaba con el
deseo, justificado o no, de matar. (45)
En un momento de apasionado
desespero, de deseo puro y dionisiaco, G.H.
acosa rapazmente a esa cucaracha que impide su salida del cuarto.
En este acto, G.H. se encuentra más cerca que nunca a la naturaleza. Llena de poder e irracionalidad encuentra un raro gusto en el acto primitivo y violento
de defenderse
y matar (46).
Pero la
cucaracha no muere
instantáneamente. Sino que tiembla con los últimos suspiros de su materia blanca escurriéndose
de su triturado carapacho. Esa blanca sustancia que semeja el espasmódico escurrir de un tubo de pasta dental, asquea y atemoriza a G.H. llevándola a una deliberación moral y religiosa con sí misma de sus actos.
La materia de la
cucaracha, que era su interior, la
materia densa, blancuzca,
lenta, se extendía en
el exterior como si saliese de un tubo de pasta dentífrica. (53)
Si yo
gritaba, desencadenaría la existencia, ¿la existencia de qué? La
existencia del mundo. Con respeto, yo
temía la existencia del mundo para mí.
—Es que, mano que me sostienes, es que yo, en
una
experiencia que nunca más deseo, en una experiencia por la
que
me pido perdón a mí misma, estaba saliendo
de mi mundo y entrando en
el mundo. (54)
La blancura asquea y atemoriza a G.H. por que es la blancura del cuarto. Es la blancura de pureza, limpieza, y salvación que irracionalmente
provenía de la entidad más asquerosa del
mundo. Era las entrañas de una mísera cucaracha. El interior se exterioriza y la rodea. Y, en tal
forma, el asco de las entrañas se transforma en las repulsivas paredes que la rodean. En la histeria de la violencia del acto contra la cucaracha el silencio ahogador
devela a ese mundo
que se escaparía por medio del sonido, o sea, el mundo de su ser,
acumulado, o mejor dicho, ocultado
tras el velo fenomenológico
de su creada realidad. Los recuerdos de los suaves colores de sus
alfombras, colchones y cortinas que matizan al sol que entra a su residencia son canceladas por
los
ásperos y nauseabundos contrastes de luces y sombras del cuarto de la sirvienta. La entrada a este recinto cucarachesco adentra a G.H a la realidad de ser, a la inseguridad de su ser en cuanto a ser en el mundo. Previo a esta experiencia, G.H. podía definir su existencia
de
acuerdo a sus
alrededores, alrededores que no eran más que construcciones
físicas y lingüísticas de su creer.
Pero ahora G.H. se encuentra desprovista de los asilos psicológicos que le daban razón a su existencia. G.H. ha sido reducida a lo mundano, al asco de ser humana.
Yo había saboreado ya en
la boca los ojos de un hombre y, por la sal en la boca, había sabido que él
lloraba.
Pero, al pensar en
la sal de los ojos negros de la cucaracha, de repente retrocedí de nuevo, y mis labios secos retrocedieron hasta los dientes: . . . . Yo
y la cucaracha colocadas en
aquella sequedad como en
la costra seca de un volcán extinguido. Aquel desierto donde yo
había entrado, y también donde descubría la
vida
y su
sal.
(66)
El salitre, comodidad económica apreciada por siglos, es símbolo de la vida terrenal. La sal es un mineral que sale de las profundidades, y cual magia estriba en satisfacer la sed de los
seres. Tan ordinaria pero primordial, la sal representa esencialmente la vida en el desierto. Pero también representa el asco humano, el sudor encostrado de la frente y del cuerpo, de la labor diaria y de los placeres nocturnos. Realmente la sal es la manifestación de la pasión orgiástica del ser. Es lo que evitamos y deseamos en un encuentro extacioso y corporal. En el siglo veinte
(léase pre-1964, pero no necesariamente) la libertad del cuerpo se define como el último bastión por superar. Aclamada como iglesia es el último recinto de encuentro
sagrado con el otro. Y la
sal, o la acridad de la sangre, entabla la comunión entre el hijo de dios y el ser humano, o sea G.H.
Pero G.H. ve una similitud entre la sal del «otro» como lo humano y la monstruosa
«Otredad» de la sal que brota de las entrañas de la cucaracha. G.H. entiende su destino como comunión con lo «otro» y encuentra que el otro es otro por su despreciada y malentendida
o/posición por lo uno. Y la superación
de este desprecio del otro sólo se logra solamente abrazando al otro, de la comunión con
y,
eventualmente, de lo otro.
Sabía que tendría que comer la
masa de la cucaracha, pero comerla toda, y también comer mi propio miedo. Sólo así lograría lo que de repente me pareció que sería el
antipecado: comer la masa de la
cucaracha es el antipecado, pecado asesino
de
mí misma. (144)
Parecería que este dilema se resolvería
tomando una siesta y pretender que todo era una mera pesadilla. Pero G.H. se da
cuenta de que no lograría nada más que posponer una realidad, la realidad de que ella, G.H., era esa misma cucaracha a la que se le escurría las entrañas en el medio del cuarto en esa soleada mañana rapaz. Así G.H. entiende que tiene que tomar comunión de lo otro para tomar comunión
con
sí misma ingiriendo el cuerpo y la sangre de la sacrificada
hija
de las profundidades.
Pero G.H. no logra pasar la prueba mística y termina vomitando la ofrenda y su ofensa. ¿Por qué? Porque en esos ojos cucarachescos no había sal, o sea vida (73). G.H. se encuentra
con
la nada (lo neutro) que ha escondido por tantos años: entiéndase esto como
su futura muerte.
Lo
que sí se da es un entender, breve, de la condición
humana como se presenta
en
la pasión de
Cristo, o sea del sacrificio desinteresado y despersonalizado del mero ser ante la nada (152).
Finalmente G.H. se rinde ante la inevitable experiencia del ser auténtico.
Yo, que había vivido en medio del camino, por fin había dado el primer
paso de su
comienzo.
Por fin, por fin mi envoltura se había roto realmente, y yo era ilimitado. Por no
ser, yo
era. Hasta el fin
de
aquello que no
era, era. Lo
que
no soy, soy. Todo estará en
mí
si no soy; pues «yo» es solamente uno de los espasmos instantáneos del
mundo. Mi vida no tiene un sentido solamente humano, es mucho mayor, es tan grande, que en
relación con lo humano, no tiene sentido. (156)
Nos encontramos
con
una dicotomía entre lo que es «ser» y lo que es «humano». En el acto de definir el «yo» G.H. se encuentra en una lucha contra la realidad establecida
por
el racionalismo occidental llegando así a una conclusión abierta. A G.H. ya no le interesa seguir con el juego lingüístico que ha dominado el ambiente
ideológico
occidental por los últimos
quinientos años. Sino que G.H. abre su experiencia a un nivel de pura contemplación:
Nunca más comprenderé lo que diga. Pues, ¿cómo podré hablar sin que la palabra mienta por mí? ¿Cómo podré decir, sino tímidamente: la vida me es? La vida me es, y no comprendo lo que digo. Y entonces adoro . . . (157)
Es erróneo concluir que G.H. se rinde, como lo declaran generalmente sus críticos, en su trayecto epifánico. Los críticos establecen que la epifanía de G.H.
se define en su búsqueda de lo
absoluto. Y, al negar la palabra, G.H. aparenta abandonar la búsqueda del absoluto. Pero G.H. rechaza la
palabra
y la
represión logocéntrica
occidental al
declarar
que «la vida ya le es». Comprensión es un nivel menor de
la realidad. Es «ser» lo que G.H. tiene que abrazar, como
monja Zen, sin buscar la repuesta, ni declarar lo irracional de la pregunta. Como nos previene
G.H. tempranamente:
«El peligro de meditar es, sin quererlo, comenzar
a pensar, y pensar no es ya meditar, pensar dirige hacia un objetivo» o hacia una finalidad (99). G.H. no desea pensar,
sino
desea enactuar el libre meditar sin los reproches del racionalismo
occidental, o sea, G.H. parece desear ser sin tener que definirse.
G.H. no sale de este momento místico ilesa. Inclusive, yo diría que nunca logra salir de
la experiencia. G.H.
está condenada a repetir este momento revelador. G.H. entra al recinto de la
pregunta con las marcas suspensivas que cierran y reabren el texto. Clausura e inicio son uno y el mismo. Por eso cada sección comienza con la clausura de la anterior. Nietzsche diría que La pasión según G.H. remite al eterno retorno de lo mismo. Yo también diría que remite al eterno
retorno de lo mismo. Pero lo mismo es mismo
por ser también lo otro, o sea por ser también cucaracha, y no por ser meramente lo mismo.
[1] Traducción de Alberto Villalba. Serie península/narrativa, 14. Barcelona: Ediciones península, 1988.
[2] Para algunos ejemplos de la crítica sobre la obra de Lispector ver especialmente Benedito Nunes, O
drama de
linguagem y O mundo de Clarice Lispector (1966); Olga de Sá, A escritura de Clarice Lispector (1979); Earl E. Fitz Clarice Lispector (1985); Daphne Patai, Myth and Ideology in Contemporary Brazilian Fiction (1983); y la edición crítica de A paixão segundo G.H. (1988) editada por Benedito Nunes que incluye ensayos críticos por Nunes, Olga de Sá y
Affonso Romano de Sant'Anna, entre otros.
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