En el tiempo de las marmotas:
pretensiones hollywoodenses del amor oportuno.
Estuve en las
Islas Vírgenes una vez. Conocí a una muchacha. Comimos langosta y bebimos piñas
coladas. Al caer el sol hicimos el amor como nutrias. Ese fue un día muy
excepcional. ¿Por qué no me podía tocar ese día una y otra y otra y otra... - Phil
Connors Groundhog Day
Tiempo. Qué tontería. Lo
pensamos. Lo jugamos. Lo contamos, leemos y cantamos. Lo
deseamos. Lo pulimos, y rodeamos. Lo soñamos, estudiamos, definimos,
utilizamos, controlamos, desafiamos, difamamos y odiamos. Es tema, título,
concepto, principio y fin. El tiempo es el tiempo. Así, día tras día,
lo nombramos como dios y espectro, dueño y esclavo al que le sacrificamos
nuestra juventud. Y es que sólo es un espectro ideológico que ha reinado
efímeramente en nuestras vidas, únicamente considerado cuando menos remedio
tenemos, y más como razón de resignación que de alegría. Pero el tiempo
realmente es una parte del Todo. Y el Todo es igual de efímero que sus partes,
si no más. Es así que el mayor de los efímeros se conceptualiza,
concretizado en un momento y en un espacio el todo. Hablo del ser
kairótico: de la creación, constitución y realización del ser auténtico que
tanto negamos con nuestro conocer. Y es que el tiempo oportuno es lo que
permite la plenitud identológica de un ser. Einstein, entre otros, entendía
que la realidad humana dependía de cuatro dimensiones, y no de tres, como se
piensa comúnmente. Alto, largo, ancho, x, y, z; tres dimensiones
pseudo-estáticas cuales comprenden todo lo que es. Pero Einstein, en su
desquiciada realidad, veía una cuarta dimensión: el tiempo (bueno,
Einstein veía más de cuatro dimensiones, pero ese es otro relato). Y no
solamente nos presentó la importancia locativa de esta dimensión en la
formación de la realidad sino que reveló su aspecto transformativo como un aspecto
que varía en relación con las circunstancias cognoscitivas y experenciales del
sujeto.
La
realidad, si es que podemos hacer tal determinación óntica sin caer en la
penumbra de la duda metódica, es que nos encontramos sometidos al reino de
Cronos. Nos dice cuando, y cuando no, hacer algo. Nuestro afán por
liberarnos de nuestros deberes, nos ha llevado a contabilizar nuestras vidas
para programar, virtualmente, nuestro ocio compulsorio. Bien lo demostró
Julio Verne al crear a Fíneas Fogg, hombre inglés representativo del sueño de
la época industrial del fin del siglo diecinueve, quien, en su libertad
solterona, vive apegado a un régimen estricto dictado por cientos y cientos de
relojes, instrumentos creados por el ser humano para salvaguardar la pureza del
tiempo ante la impureza del amor. Lo que me recuerda aquel cuento sobre
Immanuel Kant, de quien se decía vivía una vida tan regulada que todo el pueblo
de Königsberg ponía su reloj según el diario pasar de Kant por sus ventanas.
Pero este
relato no es sobre el reloj, ni del mundo industrial en el que vivimos, sino
sobre su pretensión ordenadora, y las consecuencias que los humanos pagan por
ella, especialmente cuando se refiere al amor. Pensemos en un día común y
corriente. Suena la campana del despertador. Uno, emocionado por el nacer de un
nuevo día, mira el reloj, confirma que ha sonado a la hora prescrita, y conjura
inútilmente la existencia de cinco minutos extratemporales para dormir,
sabiendo muy bien que esos cincos minutos no lograrán mucho. Salta de la
cama. Gruñendo se dirige al cuarto de baño y se asea. Se viste, va a
la cocina/comedor y desayuna. En algún momento recoge el periódico y lo
lee, confirmando pesarosamente la temporalidad hecha carne, bueno, papel, en la
fecha del diario. Sale a su trabajo. El tráfico, el trabajo, la hora
del almuerzo, los clientes, las entrevistas con asociados, colegas, enemigos,
amantes y la primicia de los deseos. Llega la noche, uno cena, lee, toma
un trago, oye música, ve televisión, y, si tiene la dicha, o desdicha (según
sea el caso) ama. Se acuesta, pone el despertador, y se duerme preparado,
como Anita la Huerfanita, para recibir un nuevo día en el amanecer. Pero
muchos sabemos que esos nuevos días, son algo repetitivos. En ellos hacemos prácticamente
las mismas tareas, una y otra vez, día tras día, noche tras noche. Y si
rompemos esa conducta repetitiva, nos sentimos culpables, a menos que
orquestemos a toda plenitud la posibilidad de tal desliz costumbrário como
festín en honor a una hazaña o persona. Pero, imaginasen que al despertar
el mundo no cambiara. Que lo esperado, o sea, un nuevo día, no viniese con
el amanecer. En su lugar el radio-reloj despertador se activa y anuncia
que son las seis de la mañana del día que acaba de vivir. Que lo eventos
ocurrido en las pasadas veinticuatro horas han sido borrados, todo puesto en
cero, excepto en la mente de uno.[1]
Imaginasen
volver a tener que vivir ese día otra vez. No es la primera vez que tal
concepto es explotado por la filosofía, por la literatura, y menos por el
arte fílmico. Por ejemplo, tanto el cortometraje 12:01 (1990, Jonathan Heap) como la película Around the World in Eighty Days (1956
Michael Anderson, basada en el texto por Julio Verne), giran en torno al
momento como realización entre una realidad y otra: o sea, ambas manipulan
nuestro concepto de la franja temporal para crear una realidad tangible entre
un día y otro. En 12:01 un
simple oficinista se da cuenta que es el único que sabe que el mundo se ha
atorado en un rebote temporal (“Time Bounce”) donde la hora experimentada entre
las 12:01 y la 1:00 del mediodía se repite. El oficinista vive
continuamente este plazo temporal aterrado ante la llegada de el momento entre
las 12:59 de la tarde y la 1:00 de la tarde, momento que para el oficinista
demarca el último espasmo artificial entre una realidad y otra, por lo menos en
su conciente.[2] Este rebote
temporal ocurre con el lento e comúnmente imperceptible desplazamiento del
último dígito (o sea, del nueve [:59])
por un nuevo dígito suplente (en este caso por el número cero [:00]), acto que, para el ser humano técnocratizado,
oficialmente da paso a una nueva realidad (o sea, una nueva hora: entre las
12:00 del mediodía a la 1:00 de la tarde).[3]
Around the World in
Eighty Days espacialita
el tiempo con una apuesta odiseática. Fogg se encuentra literalmente
corriendo contra el espacio temporal para llegar a su meta. Su obsesión
por dominar el tiempo representa la obsesión del hombre moderno por controlar a
Cronos. La geograficación del tiempo en zonas temporales compartamentaliza
la efímera realidad del tiempo. Fogg es trazando el espacio de acuerdo al
tiempo apropiado para toda actividad, desde tomar el té hasta visitar el club
de exploradores Fogg vive por el reloj. Pero en su hazaña Fogg es
vislumbrado por la exótica belleza de una mujer foránea a las costumbres
europeas. Bueno, no tan foránea ya que es de alta casta social. Aun
así la joven y seductora figura femenina es suficientemente aborigen para
entablar el descuido temporal de lo Otro, representada en de la India como
colonia inglesa, creando un espacio extratemporal en el cual Fogg puede
deslizarse sin ser arrastrado por la culpa cristianizante e industrial del
occidente. Esta seductora otredad es culpable de que Fogg se descuide ante
un mundo ineficiente y crea que perdió la carrera por dominar el mundo
premoderno a través de la temporalización de la modernidad industrializada,
específicamente, en transformar la humanidad premoderna y salvaje en una serie
de actos civilizados re/ejecutables día tras día según la paradigmática
costumbre y tradición del imperio inglés.
Algo
similar es lo que ocurre en la película Groundhog Day (1993 Harold Reims). Es la historia de Phil
Connors, un despreciable meteorólogo con ínfulas de grandeza, protagonizado por
Bill Murray, quien, como acto publicitario en el día de la marmota, se traslada
al pueblo de Punxsutawney, Pennsylvania, para dar en vivo el pronóstico
primaveral de la marmota Phil, se enamora de su nueva productora, Rita, protagonizada
por Andie MacDowell. Connors, después de pasar un día de horror
pueblerino, decide volver a la ciudad, para ser detenido por una tormenta de
nieve, que él no pronosticó. Es entonces que el meteorólogo se encuentra
secuestrado por este momento y lugar, condenado a repetir una y otra vez el día
2 de febrero.
En sí Groundhog Day no es el típico caso
romántico hollywoodense donde un lugar fuera de lo común y un tiempo fuera de
lo común promueven el encuentro entre dos personas creando un sentir especial
entre ellas, como Judy Garland y Tom Drake visitando la Feria Mundial de 1903
en Meet Me in St. Louis (1944
Vincente Minnelli) o Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca (1942 Michael Curtiz). Y
los protagonistas tampoco reflejan a las grandes leyendas románticas de
Hollywood, como Spencer Tracy y Katharine Hepburn o Humphrey Bogart y Lauren
Bacall. Groundhog Day responde
más a un Hollywood que se ha dedicado por décadas en re/crear la fantasía del
amor celestial para mortales introduciendo a personajes comunes en lugares foráneos
y en tiempos secularmente sacros (i.e. vacaciones). Uno de los trucos
favoritos de Hollywood es enfocar en las actividades festivas del hombre común:
por ejemplo las épocas de vacaciones (Home
Alone [1990 Chris Columbus]), celebraciones (Born on the Fourth of July [1989 Oliver Stone]), bodas (Four Weddings and a Funeral [1994
Mike Newell]), etc. Películas como French Kiss (1995 Lawrence Kasdan), Only You (1994 Norman Jewison) y The English Patient (1996 Anthony Minghella) capitalizan en
localidades exóticas y en tiempos sacros para establecer relaciones con
personajes que, tal vez, en una situación común nunca hubiesen encontrado
interés mutuo por sí solos. El mito cinematográfico explora y explota la
necesidad de transcender lo normal, lo común y lo vulgar, para crear vínculos
perdurables amorosos como podemos observar en La Jetée (1962 Chris Marker) y Somewhere in Time (1980 Jeannot Szwarc), dos producciones
cinematográficas donde la voluntad psíquica del protagonista rompe las barreras
del tiempo y del espacio para unir a los diacrónicos amantes con sus
furtivamente idealizados deseos. Pero estos vínculos son tan frágiles como
el celuloide en el cual se registran para la posteridad, y siempre terminan
perdiendo sus deseos ante el régimen del tiempo. Otro ejemplo, Forget Paris (1995 Billy Crystal),
con Billy Crystal y Debra Winger, presenta lo difícil que es mantener una
relación normal una vez que las circunstancias extraordinarias que propulsaron
su formación han desaparecido. Así los personajes representados por
Crystal y Winger se encuentran peleados y al borde del divorcio una vez se
reinstauran espaciotemporalmente en la vida común, léase esto como su regreso a
Norteamérica ya que ellos se encontraban en la afamada ciudad de las luces
cuando se enamoraron.
Es raro,
aunque no imposible, encontrarse con algún personaje romántico hollywoodense
que se encuentre en una localidad no legendaria por razón común. Una de
las pocas excepciones es While You
Were Sleeping (1995 Jon Turteltaub), con Sandra Bullock y Bill
Pullman. En esta cinta Bullock es una mera portera del sistema de trenes
de la ciudad de Chicago. Nada especial en eso. Excepto que toda la
trama ocurre durante el crudo invierno, enmarcando así el momento entre la época
navideña y el año nuevo, época hecha nefasta por la soledad manifestada en la
protagonista, virtualmente huérfana ante tanta abundancia en época de unión
familiar. Una vez más Hollywood adopta transformar el lugar ordinario en una
temporalidad especial.
La
producción de Groundhog Day trae
a revuelo algo no esperado. Y es que tanto los sucesos como la localidad
realmente no son espectaculares. Por lo menos no si lo tomamos en su superficie. Son
situaciones similares a When Harry
met Sally (1989 Rob Reiner), Sleepless
In Seattle (1993 Nora Ephron) y As Good As It Gets (1997 James L. Brooks) donde Hollywood
mistifica al hombre y a la mujer promedio elevando la cotidianidad de su
condición al amor en la tierra al del amor de la completitud. El primer
amor, el único amor, el amor in/olvidable, de Eros Celestial a Eros
Terrenal, Groundhog Day es
el amor en tiempos reales combatiendo el Eros eterno de Gea Y Urano, el amor
temporalizado, esencializado e idealizado por las masas leales a
Hollywood.
Hollywood,
en su sacrilégico aspecto retornador, de narrar y renarrar, enacta
fantasmagóricamente el Eterno Retorno de lo Mismo, siendo así la experiencia
del cine un ciclo de estáticas epifanías que el colectivo presente puede volver
a experimentar una y otra vez sin aparente esfuerzo ni remordimiento. Como
caverna llena de ideas, el espectador cinematográfico se entrega
voluntariamente a las hipnotizantes imágenes que se materializan ante sus ojos
y a los sonidos incorpóreos que lo abruman, aceptando ese mundo fantasmagórico
que fantasmea fantasmas fantasmeados como real. Esta es la gracia del Internet
que, como nuevo mundo de soluciones, promete lo imposible al espectador. Lawnmower Man (1992 Brett Leonard)
es un ejemplo de la libertad potencial que el mundo cibernético nos puede
proveer. Pierce Brosnan protagoniza un científico que, por medio de un
sistema de realidad virtual logra mejorar el coeficiente intelectual de un
hombre retrasado. El resultado es que la realidad virtual es tan superior
que el conejillo de india humano logra integrarse a esta realidad, dejando así
las limitaciones del mundo corpóreo.
Pero,
contrario a los espectadores, los protagonistas no son libres de determinar
como desean vivir: no están provistos de libre albedrío. Phil Connors está
condenado a re/vivir sus experiencias Punxsutawneyanas de acuerdo a los gustos
y placeres de un ente (o entes) superior(es), o sea, el amor y/o el
director. Excepto que en el acto de la re/presentación, el espectador, en
su acto de “observar” la obra cinemática enacta una “realidad” en los
personajes. Y nosotros, los espectadores, suspendemos, temporeramente,
toda duda cartesiana en pos de experimentar la ilusión como una realidad. De
igual forma que nuestra memoria activa, como una cinta grabada, la cual
avanzamos o retrasamos de acuerdo a nuestro interés perceptor, reflexiona sobre
sus impresiones, nuestros deseos se convierten en células nitrosas, o bandas
magnéticas, para la continua re/inspección por nuestra conciencia, su orden e
importancia determinados no por espacio o lugar sino por tiempo: presente,
pasado y futuro. Así nuestra vida, como la de Connors, es un continuo viaje en
el espacio y el tiempo. Ese deseo de vivir lo mejor posible de acuerdo a
lo que uno desearía si tuviese que re/vivir esa(s) experiencia(s) es lo
que Groundhog Day explora y
explota. No se espera que Connors viva lo que ya vivió, sino lo que debe
vivir para ser auténtico. Somos, como afirma Connors en un sentido,
dioses, no EL DIOS, pero dioses de nuestra propia ilusión.
Groundhog Day elimina esa circunstancia
locativa colocando a los protagonistas en Punxsutawney. ¿Que puede haber
de exótico en un sitio con un nombre como Punxsutawney? Aparte de lo
exóticamente aborigen de su nombre, no mucho, considerando que su fama estriba
en la celebración vulgar de una marmota pitonisa la cual es forzada por un
tronco artificial para, aterrorizada, pronosticar el final del invierno a la
nación norteamericana. ¿Pero, es realmente un tiempo ordinario? No. Aunque
la trama de Groundhog Day no
ocurre en una temporalidad de mucho revuelo mundial, Groundhog Day promete narrar una realización epifánica del
acto primaveral, un telúrico re/nacer feral encarnado popularmente en la
pitonícia figura de la marmota. Ya el invierno ha logrado su cometido, su
funesta misión manifestando en los vivos un recordatorio en vida del dominio de
las sombras, y es tiempo de que Perséfone vuelva con su madre y los
mortales. Así Punxsutawney, como todo ser hibernante, espera la potencial
re/vitalización de la madre naturaleza ante las exigencias del padre
tiempo. Como oráculo de Delfos, la marmota nos recuerda que el mundo de
los vivos no es tan oscuro, tan hostil y solitario ya que toda muerte implica
una vida por re/nacer. Y, de igual forma que Adonis, Phil Connors tiene
una oportunidad para re/nacer como ser humano enactuando su autenticidad en el
mundo, para finalmente re/encontrarse con su Venus, encarnada en la figura de
Rita.
El tan
esperado paso de un estado temporal a otro, al igual que otros pasos
temporales, marcados por el recogido de la cosecha, el comienzo de el nuevo
ciclo agrícola, o el mero baile celestial entre el sol y la luna, denota un
momento de transformación dionisíaca, un momento entre momentos, en que la vida
ya no será lo que era ni es lo que será. Es la “abertura” abismal del ser
en su auténtica potencialidad, donde todo es y nada será. Es el alfa y el
omega del ser donde este ser se compromete a comprometerse con su comprometido
compromiso. Es la nefasta aceptación de la muerte y la esperanza de la
vida, la renovación, la sobrevivencia y el crecimiento evolutivo de la
especie. Es el ser kierkegaardiano: el ser en su proceso de ser.
Eventualmente, es Phil Connors.
El juego
temporal ha convertido esta localidad de Punxsutawney en algo especial,
mágico. No es Paris (Forget Paris)
ni la Riviera Francesa (French Kiss),
ni es Venecia o Roma (Only You). Es nada más que un pueblucho norteamericano. ¿Qué más craso podría
ser? Y es que la vida es como esperar el autobús. Uno (Phil
Connors) espera en la parada (en este caso Punxsutawney) a que llegue la guagua
(Rita) que le toca para poder llegar a su destino (el amor). A veces le
llega un autobús con aire acondicionado y asientos libres, a veces le llega a
uno una guagüita pública repleta de clientes como sardinas enlatadas. Y el
problema estriba en saber: ¿Si la persona pierde la guagua, cómo saber
que otra vendrá? ¿Y cómo puede reconocer que la perdió la primera vez? Esta
espera godotiana revela la delicadeza del kairós erótico, ese conjunto
espaciotemporal adecuado que nos proporciona una suspensión temporal ante la
angustiada posibilidad de continuar en nuestro peregrinaje al final: hacia
la muerte. Pero, como Godot, el esperado autobús no suele llegar y uno se
encuentra desamparado en la parada de la vida rodeado de desenfrenados espacios
y tiempos. De igual forma, como en el océano, hay muchos momentos que
nadan como peces en nuestro contorno. Dentro de nuestra aligerada
condición, escoger uno de esos peces quánticos no es tanto problema como
escoger el pez adecuado. El amor es igual. Un pez. Una
guagua. Un amante. Todos llegan y se van. ¿Y cómo identificar el
“correcto”? ¿Cómo sondear las profundidades de la superficialidad humana y
aferrarse al amor adecuado? Aunque a veces es difícil distinguir un pez dorado
de una piraña, la epifánica maquinaria de Hollywood propone la existencia de
ese momento ideal, a/temporado, des/espacializado mediante la seductora Otredad
del momento, resaltando la ocultada esencia de lo cotidiano. Cada observador
espera la caída en sus redes del amor apropiado, evitando caer en las redes
ellos mismos. En su virulenta ociedad, cada uno volverá a esperar la
salvación perenne ofrecida por el texto cinemático sin más remedio que observar
lo inalcanzable.
Ante esta
situación el protagonista tiene por lo menos cuatro alternativas para
explorar:
1.
Puede maldecir su fortuna, a lo Scrooge, pellizcándose eternamente mientras
culpa la patata medio cruda de la cena de la noche anterior como la culpable de
esta pesadilla.
2.
Puede resignarse a revivir el mismo día una y otra vez sin esperanzas de
escapar esta trampa espaciotemporal.[4]
3. Puede,
en acto autodeificante, realizar todos sus deseos reprimidos, por mas perversos
que sean, desde el más banal, como secuestrar a la marmota, o robar un banco,
hasta los más violentos contra la sociedad y contra sí mismo, como hacerse
estallar en llamas como resultado de una colisión automotriz. (Debo decir que
esta es la alternativa karamazoviana de mayor atractivo en el mundo
considerando que libera a uno de toda responsabilidad moral ante las acciones
tomadas por el individuo contra la sociedad. Imaginasen de todo lo que uno
nunca pudo hacer y elévenlo a la n+1 potencia hacia lo no imaginado.)
4. Puedes
tratar de mejorar tu vida: tal como aprender música, ser médico, literato e,
inclusive, amar.
En
realidad, el protagonista se encuentra en un momento privilegiado: el autobús
no solamente lo ha dejado en la parada varado, sino que la misma parada le ha
comenzado a dar vueltas en lo que decide des/montarse. Connors se encuentra en
un mundo extra-ordinario, no por su legendariedad, como Paris, o Venecia, y
menos en un momento especial, como el atardecer, la primavera, el otoño. El
protagonista se encuentra varado en un día común y vulgar, algo carnavalesco ya
que se celebra el pronóstico del tiempo por una marmota en un rinconchuelo del
mundo ordinario.
Aun más, el
mismo acto narrativo, o sea el acto cinemático, ha creado la transformación de
un espacio y un tiempo común y ordinario en uno extraordinario lleno de amor y
magia. El espacio del teatro, la proyección fílmica, y la misma duración
de la cinta, crean un mundo especial en el cual se constituye un espacio y un
tiempo idóneo a la peripecia del espectador como protagonista supremo de la
obra. Es el tercer ojo, el observador externo de un suceso bipolar, el
enamoramiento entre de los protagonistas, y su relación espaciotemporal. Así
el espectador, como proveedor del cuento, rellena los espacios potenciales
entre las celdas fílmicas con un retorno experiencial, fundado en el deseo
romántico de los protagonistas, y en un deseo reprimido identificado en el
espectador. El mundo fílmico es recreado en la retención espaciotemporal
del acto experienciador internalizado en el consciente del espectador. Así,
el final feliz es profetizado por el deseo de eliminar una angustia existencial
manifestada en la ausencia de lo otro, exaltando los espacios vacios de ser
entre cada momento experiencial, con el encuentro de la pareja perfecta. Pero,
esta pareja perfecta no era perfecta. Y es ahí que estriba el juego entre
el espacio adecuado y el tiempo adecuado. Tanto el cine como Groundhog Day nos proponen que la
felicidad estriba en aprovechar estos momentos clave, momentos que producen un
ser superior y adecuado: mejor entendido como un ser actualizado y
auténtico. Connors tomará la decisión de cambiar su actitud y mejorar su
ser, hasta convertirse en lo que no era: el hombre ideal de la mujer de su
amor.
La
realización de un ser auténtico y completo exige una cohesión
sociocultural. El mundo tecnócrata y, recientemente, infocrático, ha
proporcionado la sistemática eliminación de lo humano. La falta de tiempo y
espacio para lograr una identidad redonda produce personas como Phil Connors,
un hombre que refleja su vacua existencia en la arrogante actitud que presenta
diariamente. Su imposibilidad de sentirse humano, le impide sentir la
afinidad que resignadamente desea con Rita. A Phil Connors se le presenta
una oportunidad que el hombre común no tiene, la oportunidad de re/tomar la
guagua perdida. Una y otra vez, Connors se monta en una odisea atemporal
de aproximadamente 18 horas (no son 24 ya que su día dura entre las 6 de la
mañana y las 12 de la medianoche), en la cual, tanto como Odiseo y como
Telémaco, Connors tiene que darse cuenta de su “error” y “corregir” las
deficiencias humanas que impide que pueda ser correspondido por Rita. Es
verdad que Hollywood ayuda creando este espacio/tiempo ideal con el cual
reflexionar y desear lo inalcanzable abandonando, temporeramente, todo vínculo
con nuestra limitante realidad.
En la
última década (léase los 90) el mundo de la masificación ideológica ha
propuesto el mundo virtual como medio de realizar lo que Hollywood ha plasmado
por un siglo. Y, como siempre, el hombre se ha lanzado ciegamente a
abrazar esta nueva salvación quántica de lo rutinario. Por ejemplo You've Got Mail (1998 Nora Ephron),
con Tom Hanks y Meg Ryan, explora el amor correspondido entre incompatibles
gracias al carácter anónimo del Internet. El problema es que ese espacio
y ese tiempo idóneo es construido externamente por entidades mojadas aferradas
a las pestilentes visiones de viejas arrogancias de virtual eternidad no
existente, y la resultante fabricación del amor no es perdurable en el mundo
real. Pero esa realidad, y, sobretodo, ese amor, el frívolamente
perseguido por los cibernautas, un amor a lo Groundhog Day, sólo comienza a florecer dentro de nuestro auténtico
espacio/tiempo interno. Phil Connors se da cuenta, en algún momento, que,
para ganarse el respeto y el amor de Rita, debía primero ganarse tanto el
respeto y el amor de su ser auténtico como el de la marmota.
El mundo
contemporáneo es muy cínico y serio ante este ser desprovisto de visión. Creemos que lo merecemos todo y lo demás está de más. Y lo que está demás
es el mundo corpóreo por no proveer las experiencias deseadas por el hombre
común. Ante esta deficiencia el ser se desprende virtualmente de la
realidad, ya que la realidad no proporciona lo que lo virtual puede, y nos
convertimos en reclusos surfeando las luces del mañana en búsqueda del mayor
placer sin esfuerzo. Inclusive, ante el anonimato del medio, enactuamos
realidades identológicas de lo que deseamos ser: nombres y mujeres perfectos,
de proeza inigualable, tanto en lo social como lo personal. Es así que se
explica las innumerables direcciones de orientación sexual que el medio
ofrece. Por ejemplo la serie televisiva The Pleasure Zone (Cinemax) ofrece relatos donde se explora
como los interesados pueden encontrar parejas que le llenen el vacío
sensual/sexual. La precariedad en la proeza sexual, Talón de Aquiles
existencial del ser cotidiano, es resuelta virtualmente por las hazañas
cibernéticas que funcionan como panacea ante la mediocridad del amor no
correspondido en el mundo real. Esta tendencia complica nuestro camino a
la plenitud del ser auténtico ya que la narrativa de este ser es coartado por
la satisfacción instantánea ofrecida por el Internet. Pero estas nuevas
virtualidades presentan peligros para los cibernautas, como en The Net (1995 Irwin Winkler) donde
la protagonista, protagonizada por Sandra Bullock, pierde su identidad real
como consecuencia de reducir todo contacto cotidiano al Internet. La
solución para el personaje es volver y aceptar el mundo real.
Esta
realidad es la que Phil Connors ha olvidado. Connors realiza y acepta su lado
humano, su lado sensible, y comienza a ver el mundo desde otra óptica; la que
valoriza todas las localidades a su alrededor y el de los demás. Tiempo. Espacio.
Cronos. Cosmos. No tenemos tanto como para perdernos en su
búsqueda. A lo mejor nuestro problema estriba en que nos montamos en la
primera guagua que vemos sin pensar en las consecuencias de su
trayectoria. A lo mejor deberíamos dejar que la guagua nos atropelle,
casi, para que podamos, en la comática realidad de nuestros sueños, percatarnos
de la simple belleza del momento justo. Kairós. A lo mejor el momento
oportuno es violentamente inocuo, inhóspito y aterrador, un abismo auténticamente
desequilibrado en el cual un niño o una niña es capaz de ser real. Caos. Como
opuestos que comprenden el Todo. Gea. Urano. Tal vez es tiempo
de localizar nuestro lugar y nuestro momento, y aceptar. Eros. Y si
al salir del cine nos encontramos con una marmota, bueno, antes de pedirle la
hora o consejos sobre el clima....
Walter J Mucher Serra, 2008
[1] Lo que me
hace pensar en “Upgrade” por Ramona Louise Wheeler , un cuento de ciencia
ficción que recientemente leí en la revista Analog: Science Fiction and Fact (Vol CXIX No. 3 [March 1999]: 82-91). En este cuento el
protagonista, Mark Swift, un hombre malgustado socialmente, triste y solo que
no tiene mucho por qué vivir (ni familia ni amigos, una vida realmente
rutinaria sin sabor ni color), se somete a un tratamiento nanotecnológico el
cual promete eliminar todos sus males, dolores y pesares tanto físicos como
emocionales otorgándole un cuerpo saludable y una vida libre de penas, de
preocupaciones y de dolor. El único problema es que el precio es algo
alto ya que los nanos no solamente expurgan el cuerpo de todas las
toxinas habidas y por haber, sino que reconfigura su “memoria a corto plazo”
para que todo sea igual al momento del comienzo del día así eliminando
cualquier experiencia negativa que haya experimentado en las últimas 24
horas.
La euforia de sentirse físicamente bien y mejorado le da el ímpetu de
ser un mejor ser humano. Comienza a ser un mejor empleado, a hacer amistades
e, inclusive, a enamorarse de la mujer de sus sueños, literalmente. El
resultado es obvio. No solamente el protagonista olvida lo malo en su
vida sino también lo bueno, como a la mujer de sus sueños.
O, tal vez, de su pesadilla ya que el reloj interno es llevado de
vuelta al principio, o sea, al primer día en que Swift despierta bajo los
efectos de los milagrosos duendecitos de la nueva tecnología nanotécnica que ha
invadido tanto su cuerpo como su mente manteniéndolo dentro de los perímetros idealizados
programados por la compañía para su absoluta felicidad. Cada día es lunes
pos tratamiento nanotécnico y no entiende por qué la gente con que trabaja lo
trata diferente, ni por qué cobra su sueldo un lunes, y menos por qué se
encuentra una bella mujer en su cama. (Claro está, muchos hoy en día tampoco
entienden esto, pero aun así le ocurre a muchos, aunque no necesariamente
implique ser un horror.) Así Mark vivirá torturado recordando, a palo limpio,
lo que olvida, día, tras día, tras día, tras día ... hasta que logre reunir la
cantidad suficiente para poder pagar por el “upgrade” (por lo menos unos
82 meses, descontados a plazos por contabilidad) que le permitirá recordar
el/su presente y retomar el/su futuro.
[2] Recientemente series televisivas como The X-Files (ver “Monday” 28 de febrero
de 1999) y Xena: Warrior Princess (ver “Been There, Done That” 10 de mayo de 1997), han utilizado este
motivo para configurar las múltiples consecuencias de un momento trágico, algo
aislado, identificado en la muerte inoportuna de una o más personas.
Mientras que en Xena la muerte es motivada por el amor frustrado de un joven a una joven,
amor prohibid socialmente a lo Romeo and Juliet, en The X-Files la muerte es impulsada por el desespero de una mujer joven al vivir
una vida llena de miseria junto a su bueno para nada esposo, pero amarrada al
rebote temporal sin poder identificar la fuente de su desesperada realidad, el
amor inconsciente a la vida. Mientras que en “Been There Done That” la
solución es evitar la muerte de los enamorados para que puedan realizar sus
destinos juntos, y así librar a los demás de trágicas consecuencias, la trama
de “Monday” es más similar al trama desesperante del cortometraje 12:01, con la
excepción de que en “Monday” la protagonista sí tiene una manera de escapar el
rebote temporal (con su propia muerte) y el protagonista de 12:01 no.
Otras series, como Hercules, Star Trek: The Next
Generation, The Time Tunel, Timecops, y, Seven Days, tambien se han
beneficiado de este fenómeno temporal preguntándonos si es posible cambiar el
pasado, y con ello el futuro de la humanidad. Tanto las series televisivas Timecops y Seven Days como el episodio “Timescape” de Star Trek: The Next Generation (27 de junio de 1993) nos presentan con protagonistas que no solamente logran romper el
ciclo, sino que la premisa es que la ruptura espaciotemporal es causada por un
error o accidente cometido en un vértice espaciotemporal específico. En
“Timescape” una explosión logra desequilibrar la relación espaciotemporal
creando un repetitivo, mientras que la serie Timecops como la más reciente Seven Days, toman esta premisa
como fundamento dramático, presentando a los protagonistas como vigilantes del
tiempo y el espacio continuo. Claro que esto exigiría la existencia de un
tiempo lineal cuantificable e divisible, si no única.
[3] Algunos se
preguntarían por qué el paso de 12:00 a 12:01 AM marca un nuevo día y
otros si no es el paso de 11:59 PM a 12:00. Y ya que las 12:00 de la
medianoche es igual que las 00:00, y, por ende, puede entenderse como un
momento nulo entre momentos, ¿No es este momento nulo el que debemos de
considerar como atemporal? La verdad es que la distinción entre un día y
otro es relativa. Por ejemplo, las tradiciones semíticas, que se rigen
por un calendario lunar, marcan el final del día con la caída del sol
haciendo la noche parte del día siguiente. De igual forma el mundo
occidental comúnmente hace la observación de un nuevo día con la salida del
sol, así otorgando la oscura mañana al día previo (comúnmente marcado por el
momento en que nuestros relojes marcan las 6:00 de la mañana).
Eventualmente, la pregunta es irrelevante considerando que existe 24 zonas del
tiempo y que cada zona goza de su propia conciencia temporal, lo que nos da
24 nuevos días para jugar. Esto sin pensar en las arbitrarias
líneas del meridiano en Greenwich, Inglaterra, la que estandariza la hora, y la
igualmente arbitraria línea internacional de la fecha localizada en medio del
Pacífico donde el mundo demarca la diferencia entre un día y el próximo.
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