Tuesday, May 29, 2012

En el tiempo de las marmotas



En el tiempo de las marmotas:

pretensiones hollywoodenses del amor oportuno.                                


      Estuve en las Islas Vírgenes una vez. Conocí a una muchacha. Comimos langosta y bebimos piñas coladas. Al caer el sol hicimos el amor como nutrias. Ese fue un día muy excepcional. ¿Por qué no me podía tocar ese día una y otra y otra y otra... - Phil Connors Groundhog Day

  
Tiempo. Qué tontería. Lo pensamos. Lo jugamos. Lo contamos, leemos y cantamos. Lo deseamos. Lo pulimos, y rodeamos. Lo soñamos, estudiamos, definimos, utilizamos, controlamos, desafiamos, difamamos y odiamos. Es tema, título, concepto, principio y fin. El tiempo es el tiempo. Así, día tras día, lo nombramos como dios y espectro, dueño y esclavo al que le sacrificamos nuestra juventud. Y es que sólo es un espectro ideológico que ha reinado efímeramente en nuestras vidas, únicamente considerado cuando menos remedio tenemos, y más como razón de resignación que de alegría. Pero el tiempo realmente es una parte del Todo. Y el Todo es igual de efímero que sus partes, si no más.  Es así que el mayor de los efímeros se conceptualiza, concretizado en un momento y en un espacio el todo. Hablo del ser kairótico: de la creación, constitución y realización del ser auténtico que tanto negamos con nuestro conocer. Y es que el tiempo oportuno es lo que permite la plenitud identológica de un ser. Einstein, entre otros, entendía que la realidad humana dependía de cuatro dimensiones, y no de tres, como se piensa comúnmente. Alto, largo, ancho, x, y, z;  tres dimensiones pseudo-estáticas cuales comprenden todo lo que es. Pero Einstein, en su desquiciada realidad, veía una cuarta dimensión: el tiempo (bueno, Einstein veía más de cuatro dimensiones, pero ese es otro relato). Y no solamente nos presentó la importancia locativa de esta dimensión en la formación de la realidad sino que reveló su aspecto transformativo como un aspecto que varía en relación con las circunstancias cognoscitivas y experenciales del sujeto. 
La realidad, si es que podemos hacer tal determinación óntica sin caer en la penumbra de la duda metódica, es que nos encontramos sometidos al reino de Cronos.  Nos dice cuando, y cuando no, hacer algo. Nuestro afán por liberarnos de nuestros deberes, nos ha llevado a contabilizar nuestras vidas para programar, virtualmente, nuestro ocio compulsorio. Bien lo demostró Julio Verne al crear a Fíneas Fogg, hombre inglés representativo del sueño de la época industrial del fin del siglo diecinueve, quien, en su libertad solterona, vive apegado a un régimen estricto dictado por cientos y cientos de relojes, instrumentos creados por el ser humano para salvaguardar la pureza del tiempo ante la impureza del amor. Lo que me recuerda aquel cuento sobre Immanuel Kant, de quien se decía vivía una vida tan regulada que todo el pueblo de Königsberg ponía su reloj según el diario pasar de Kant por sus ventanas.
Pero este relato no es sobre el reloj, ni del mundo industrial en el que vivimos, sino sobre su pretensión ordenadora, y las consecuencias que los humanos pagan por ella, especialmente cuando se refiere al amor. Pensemos en un día común y corriente. Suena la campana del despertador. Uno, emocionado por el nacer de un nuevo día, mira el reloj, confirma que ha sonado a la hora prescrita, y conjura inútilmente la existencia de cinco minutos extratemporales para dormir, sabiendo muy bien que esos cincos minutos no lograrán mucho.  Salta de la cama. Gruñendo se dirige al cuarto de baño y se asea. Se viste, va a la cocina/comedor y desayuna. En algún momento recoge el periódico y lo lee, confirmando pesarosamente la temporalidad hecha carne, bueno, papel, en la fecha del diario. Sale a su trabajo. El tráfico, el trabajo, la hora del almuerzo, los clientes, las entrevistas con asociados, colegas, enemigos, amantes y la primicia de los deseos. Llega la noche, uno cena, lee, toma un trago, oye música, ve televisión, y, si tiene la dicha, o desdicha (según sea el caso) ama. Se acuesta, pone el despertador, y se duerme preparado, como Anita la Huerfanita, para recibir un nuevo día en el amanecer. Pero muchos sabemos que esos nuevos días, son algo repetitivos. En ellos hacemos prácticamente las mismas tareas, una y otra vez, día tras día, noche tras noche. Y si rompemos esa conducta repetitiva, nos sentimos culpables, a menos que orquestemos a toda plenitud la posibilidad de tal desliz costumbrário como festín en honor a una hazaña o persona. Pero, imaginasen que al despertar el mundo no cambiara. Que lo esperado, o sea, un nuevo día, no viniese con el amanecer. En su lugar el radio-reloj despertador se activa y anuncia que son las seis de la mañana del día que acaba de vivir. Que lo eventos ocurrido en las pasadas veinticuatro horas han sido borrados, todo puesto en cero, excepto en la mente de uno.[1] 
Imaginasen volver a tener que vivir ese día otra vez. No es la primera vez que tal concepto es explotado por la filosofía, por  la literatura, y menos por el arte fílmico. Por ejemplo, tanto el cortometraje 12:01 (1990, Jonathan Heap) como la película Around the World in Eighty Days (1956 Michael Anderson, basada en el texto por Julio Verne), giran en torno al momento como realización entre una realidad y otra: o sea, ambas manipulan nuestro concepto de la franja temporal para crear una realidad tangible entre un día y otro. En 12:01 un simple oficinista se da cuenta que es el único que sabe que el mundo se ha atorado en un rebote temporal (“Time Bounce”) donde la hora experimentada entre las 12:01 y la 1:00 del mediodía se repite.  El oficinista vive continuamente este plazo temporal aterrado ante la llegada de el momento entre las 12:59 de la tarde y la 1:00 de la tarde, momento que para el oficinista demarca el último espasmo artificial entre una realidad y otra, por lo menos en su conciente.[2]  Este rebote temporal ocurre con el lento e comúnmente imperceptible desplazamiento del último dígito (o sea, del nueve [:59]) por un nuevo dígito suplente (en este caso por el número cero [:00]), acto que, para el ser humano técnocratizado, oficialmente da paso a una nueva realidad (o sea, una nueva hora: entre las 12:00 del mediodía a la 1:00 de la tarde).[3]
Around the World in Eighty Days espacialita el tiempo con una apuesta odiseática. Fogg se encuentra literalmente corriendo contra el espacio temporal para llegar a su meta. Su obsesión por dominar el tiempo representa la obsesión del hombre moderno por controlar a Cronos. La geograficación del tiempo en zonas temporales compartamentaliza la efímera realidad del tiempo. Fogg es trazando el espacio de acuerdo al tiempo apropiado para toda actividad, desde tomar el té hasta visitar el club de exploradores Fogg vive por el reloj. Pero en su hazaña Fogg es vislumbrado por la exótica belleza de una mujer foránea a las costumbres europeas. Bueno, no tan foránea ya que es de alta casta social. Aun así la joven y seductora figura femenina es suficientemente aborigen para entablar el descuido temporal de lo Otro, representada en de la India como colonia inglesa, creando un espacio extratemporal en el cual Fogg puede deslizarse sin ser arrastrado por la culpa cristianizante e industrial del occidente. Esta seductora otredad es culpable de que Fogg se descuide ante un mundo ineficiente y crea que perdió la carrera por dominar el mundo premoderno a través de la temporalización de la modernidad industrializada, específicamente, en transformar la humanidad premoderna y salvaje en una serie de actos civilizados re/ejecutables día tras día según la paradigmática costumbre y tradición del imperio inglés.
Algo similar es lo que ocurre en la película Groundhog Day (1993 Harold Reims). Es la historia de Phil Connors, un despreciable meteorólogo con ínfulas de grandeza, protagonizado por Bill Murray, quien, como acto publicitario en el día de la marmota, se traslada al pueblo de Punxsutawney, Pennsylvania, para dar en vivo el pronóstico primaveral de la marmota Phil, se enamora de su nueva productora, Rita, protagonizada por Andie MacDowell. Connors, después de pasar un día de horror pueblerino, decide volver a la ciudad, para ser detenido por una tormenta de nieve, que él no pronosticó. Es entonces que el meteorólogo se encuentra secuestrado por este momento y lugar, condenado a repetir una y otra vez el día 2 de febrero.
En sí Groundhog Day no es el típico caso romántico hollywoodense donde un lugar fuera de lo común y un tiempo fuera de lo común promueven el encuentro entre dos personas creando un sentir especial entre ellas, como Judy Garland y Tom Drake visitando la Feria Mundial de 1903 en Meet Me in St. Louis (1944 Vincente Minnelli) o Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca (1942 Michael Curtiz). Y los protagonistas tampoco reflejan a las grandes leyendas románticas de Hollywood, como Spencer Tracy y Katharine Hepburn o Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Groundhog Day responde más a un Hollywood que se ha dedicado por décadas en re/crear la fantasía del amor celestial para mortales introduciendo a personajes comunes en lugares foráneos y en tiempos secularmente sacros (i.e. vacaciones). Uno de los trucos favoritos de Hollywood es enfocar en las actividades festivas del hombre común: por ejemplo las épocas de vacaciones (Home Alone [1990 Chris Columbus]), celebraciones (Born on the Fourth of July [1989 Oliver Stone]), bodas (Four Weddings and a Funeral [1994 Mike Newell]), etc. Películas como French Kiss (1995 Lawrence Kasdan), Only You (1994 Norman Jewison) y The English Patient (1996 Anthony Minghella) capitalizan en localidades exóticas y en tiempos sacros para establecer relaciones con personajes que, tal vez, en una situación común nunca hubiesen encontrado interés mutuo por sí solos. El mito cinematográfico explora y explota la necesidad de transcender lo normal, lo común y lo vulgar, para crear vínculos perdurables amorosos como podemos observar en La Jetée (1962 Chris Marker) y Somewhere in Time (1980 Jeannot Szwarc), dos producciones cinematográficas donde la voluntad psíquica del protagonista rompe las barreras del tiempo y del espacio para unir a los diacrónicos amantes con sus furtivamente idealizados deseos. Pero estos vínculos son tan frágiles como el celuloide en el cual se registran para la posteridad, y siempre terminan perdiendo sus deseos ante el régimen del tiempo.  Otro ejemplo, Forget Paris (1995 Billy Crystal), con Billy Crystal y Debra Winger, presenta lo difícil que es mantener una relación normal una vez que las circunstancias extraordinarias que propulsaron su formación han desaparecido. Así los personajes representados por Crystal y Winger se encuentran peleados y al borde del divorcio una vez se reinstauran espaciotemporalmente en la vida común, léase esto como su regreso a Norteamérica ya que ellos se encontraban en la afamada ciudad de las luces cuando se enamoraron. 
Es raro, aunque no imposible, encontrarse con algún personaje romántico hollywoodense que se encuentre en una localidad no legendaria por razón común. Una de las pocas excepciones es While You Were Sleeping (1995 Jon Turteltaub), con Sandra Bullock y Bill Pullman. En esta cinta Bullock es una mera portera del sistema de trenes de la ciudad de Chicago.  Nada especial en eso. Excepto que toda la trama ocurre durante el crudo invierno, enmarcando así el momento entre la época navideña y el año nuevo, época hecha nefasta por la soledad manifestada en la protagonista, virtualmente huérfana ante tanta abundancia en época de unión familiar. Una vez más Hollywood adopta transformar el lugar ordinario en una temporalidad especial.
La producción de Groundhog Day trae a revuelo algo no esperado. Y es que tanto los sucesos como la localidad realmente no son espectaculares. Por lo menos no si lo tomamos en su superficie. Son situaciones similares a When Harry met Sally (1989 Rob Reiner), Sleepless In Seattle (1993 Nora Ephron) y  As Good As It Gets (1997 James L. Brooks) donde Hollywood mistifica al hombre y a la mujer promedio elevando la cotidianidad de su condición al amor en la tierra al del amor de la completitud. El primer amor, el único amor, el amor in/olvidable, de Eros Celestial a Eros Terrenal, Groundhog Day es el amor en tiempos reales combatiendo el Eros eterno de Gea Y Urano, el amor temporalizado, esencializado e idealizado por las masas leales a Hollywood. 
Hollywood, en su sacrilégico aspecto retornador, de narrar y renarrar, enacta fantasmagóricamente el Eterno Retorno de lo Mismo, siendo así la experiencia del cine un ciclo de estáticas epifanías que el colectivo presente puede volver a experimentar una y otra vez sin aparente esfuerzo ni remordimiento. Como caverna llena de ideas, el espectador cinematográfico se entrega voluntariamente a las hipnotizantes imágenes que se materializan ante sus ojos y a los sonidos incorpóreos que lo abruman, aceptando ese mundo fantasmagórico que fantasmea fantasmas fantasmeados como real. Esta es la gracia del Internet que, como nuevo mundo de soluciones, promete lo imposible al espectador. Lawnmower Man (1992 Brett Leonard) es un ejemplo de la libertad potencial que el mundo cibernético nos puede proveer. Pierce Brosnan protagoniza un científico que, por medio de un sistema de realidad virtual logra mejorar el coeficiente intelectual de un hombre retrasado. El resultado es que la realidad virtual es tan superior que el conejillo de india humano logra integrarse a esta realidad, dejando así las limitaciones del mundo corpóreo. 
Pero, contrario a los espectadores, los protagonistas no son libres de determinar como desean vivir: no están provistos de libre albedrío. Phil Connors está condenado a re/vivir sus experiencias Punxsutawneyanas de acuerdo a los gustos y placeres de un ente (o entes) superior(es), o sea, el amor y/o el director. Excepto que en el acto de la re/presentación, el espectador, en su acto de “observar” la obra cinemática enacta una “realidad” en los personajes. Y nosotros, los espectadores, suspendemos, temporeramente, toda duda cartesiana en pos de experimentar la ilusión como una realidad. De igual forma que nuestra memoria activa, como una cinta grabada, la cual avanzamos o retrasamos de acuerdo a nuestro interés perceptor, reflexiona sobre sus impresiones, nuestros deseos se convierten en células nitrosas, o bandas magnéticas, para la continua re/inspección por nuestra conciencia, su orden e importancia determinados no por espacio o lugar sino por tiempo: presente, pasado y futuro. Así nuestra vida, como la de Connors, es un continuo viaje en el espacio y el tiempo. Ese deseo de vivir lo mejor posible de acuerdo a lo que uno desearía si tuviese que re/vivir esa(s) experiencia(s) es lo que Groundhog Day explora y explota. No se espera que Connors viva lo que ya vivió, sino lo que debe vivir para ser auténtico.  Somos, como afirma Connors en un sentido, dioses, no EL DIOS, pero dioses de nuestra propia ilusión. 
Groundhog Day elimina esa circunstancia locativa colocando a los protagonistas en Punxsutawney. ¿Que puede haber de exótico en un sitio con un nombre como Punxsutawney? Aparte de lo exóticamente aborigen de su nombre, no mucho, considerando que su fama estriba en la celebración vulgar de una marmota pitonisa la cual es forzada por un tronco artificial para, aterrorizada, pronosticar el final del invierno a la nación norteamericana.  ¿Pero, es realmente un tiempo ordinario? No. Aunque la trama de Groundhog Day no ocurre en una temporalidad de mucho revuelo mundial, Groundhog Day promete narrar una realización epifánica del acto primaveral, un telúrico re/nacer feral encarnado popularmente en la pitonícia figura de la marmota. Ya el invierno ha logrado su cometido, su funesta misión manifestando en los vivos un recordatorio en vida del dominio de las sombras, y es tiempo de que Perséfone vuelva con su madre y los mortales. Así Punxsutawney, como todo ser hibernante, espera la potencial re/vitalización de la madre naturaleza ante las exigencias del padre tiempo. Como oráculo de Delfos, la marmota nos recuerda que el mundo de los vivos no es tan oscuro, tan hostil y solitario ya que toda muerte implica una vida por re/nacer. Y, de igual forma que Adonis, Phil Connors tiene una oportunidad para re/nacer como ser humano enactuando su autenticidad en el mundo, para finalmente re/encontrarse con su Venus, encarnada en la figura de Rita.
El tan esperado paso de un estado temporal a otro, al igual que otros pasos temporales, marcados por el recogido de la cosecha, el comienzo de el nuevo ciclo agrícola, o el mero baile celestial entre el sol y la luna, denota un momento de transformación dionisíaca, un momento entre momentos, en que la vida ya no será lo que era ni es lo que será. Es la “abertura” abismal del ser en su auténtica potencialidad, donde todo es y nada será. Es el alfa y el omega del ser donde este ser se compromete a comprometerse con su comprometido compromiso. Es la nefasta aceptación de la muerte y la esperanza de la vida, la renovación, la sobrevivencia y el crecimiento evolutivo de la especie. Es el ser kierkegaardiano: el ser en su proceso de ser. Eventualmente, es Phil Connors.
El juego temporal ha convertido esta localidad de Punxsutawney en algo especial, mágico. No es Paris (Forget Paris) ni la Riviera Francesa (French Kiss), ni es Venecia o Roma (Only You). Es nada más que un pueblucho norteamericano. ¿Qué más craso podría ser? Y es que la vida es como esperar el autobús. Uno (Phil Connors) espera en la parada (en este caso Punxsutawney) a que llegue la guagua (Rita) que le toca para poder llegar a su destino (el amor). A veces le llega un autobús con aire acondicionado y asientos libres, a veces le llega a uno una guagüita pública repleta de clientes como sardinas enlatadas. Y el problema  estriba en saber: ¿Si la persona pierde la guagua, cómo saber que otra vendrá? ¿Y cómo puede reconocer que la perdió la primera vez? Esta espera godotiana revela la delicadeza del kairós erótico, ese conjunto espaciotemporal adecuado que nos proporciona una suspensión temporal ante la angustiada posibilidad de continuar en nuestro peregrinaje al final: hacia la muerte. Pero, como Godot, el esperado autobús no suele llegar y uno se encuentra desamparado en la parada de la vida rodeado de desenfrenados espacios y tiempos. De igual forma, como en el océano, hay muchos momentos que nadan como peces en nuestro contorno. Dentro de nuestra aligerada condición, escoger uno de esos peces quánticos no es tanto problema como escoger el pez adecuado. El amor es igual. Un pez. Una guagua. Un amante. Todos llegan y se van. ¿Y cómo identificar el “correcto”? ¿Cómo sondear las profundidades de la superficialidad humana y aferrarse al amor adecuado? Aunque a veces es difícil distinguir un pez dorado de una piraña, la epifánica maquinaria de Hollywood propone la existencia de ese momento ideal, a/temporado, des/espacializado mediante la seductora Otredad del momento, resaltando la ocultada esencia de lo cotidiano. Cada observador espera la caída en sus redes del amor apropiado, evitando caer en las redes ellos mismos. En su virulenta ociedad, cada uno volverá a esperar la salvación perenne ofrecida por el texto cinemático sin más remedio que observar lo inalcanzable. 
Ante esta situación el protagonista tiene por lo menos cuatro alternativas para explorar: 
1.  Puede maldecir su fortuna, a lo Scrooge, pellizcándose eternamente mientras culpa la patata medio cruda de la cena de la noche anterior como la culpable de esta pesadilla.
2.  Puede resignarse a revivir el mismo día una y otra vez sin esperanzas de escapar esta trampa espaciotemporal.[4]
3. Puede, en acto autodeificante, realizar todos sus deseos reprimidos, por mas perversos que sean, desde el más banal, como secuestrar a la marmota, o robar un banco, hasta los más violentos contra la sociedad y contra sí mismo, como hacerse estallar en llamas como resultado de una colisión automotriz. (Debo decir que esta es la alternativa karamazoviana de mayor atractivo en el mundo considerando que libera a uno de toda responsabilidad moral ante las acciones tomadas por el individuo contra la sociedad. Imaginasen de todo lo que uno nunca pudo hacer y elévenlo a la n+1 potencia hacia lo no imaginado.)
4. Puedes tratar de mejorar tu vida: tal como aprender música, ser médico, literato e, inclusive, amar.
En realidad, el protagonista se encuentra en un momento privilegiado: el autobús no solamente lo ha dejado en la parada varado, sino que la misma parada le ha comenzado a dar vueltas en lo que decide des/montarse. Connors se encuentra en un mundo extra-ordinario, no por su legendariedad, como Paris, o Venecia, y menos en un momento especial, como el atardecer, la primavera, el otoño. El protagonista se encuentra varado en un día común y vulgar, algo carnavalesco ya que se celebra el pronóstico del tiempo por una marmota en un rinconchuelo del mundo ordinario. 
Aun más, el mismo acto narrativo, o sea el acto cinemático, ha creado la transformación de un espacio y un tiempo común y ordinario en uno extraordinario lleno de amor y magia. El espacio del teatro, la proyección fílmica, y la misma duración de la cinta, crean un mundo especial en el cual se constituye un espacio y un tiempo idóneo a la peripecia del espectador como protagonista supremo de la obra. Es el tercer ojo, el observador externo de un suceso bipolar, el enamoramiento entre de los protagonistas, y su relación espaciotemporal. Así el espectador, como proveedor del cuento, rellena los espacios potenciales entre las celdas fílmicas con un retorno experiencial, fundado en el deseo romántico de los protagonistas, y en un deseo reprimido identificado en el espectador. El mundo fílmico es recreado en la retención espaciotemporal del acto experienciador internalizado en el consciente del espectador. Así, el final feliz es profetizado por el deseo de eliminar una angustia existencial manifestada en la ausencia de lo otro, exaltando los espacios vacios de ser entre cada momento experiencial, con el encuentro de la pareja perfecta. Pero, esta pareja perfecta no era perfecta. Y es ahí que estriba el juego entre el espacio adecuado y el tiempo adecuado. Tanto el cine como Groundhog Day nos proponen que la felicidad estriba en aprovechar estos momentos clave, momentos que producen un ser superior y adecuado: mejor entendido como un ser actualizado y auténtico. Connors tomará la decisión de cambiar su actitud y mejorar su ser, hasta convertirse en lo que no era: el hombre ideal de la mujer de su amor. 
La realización de un ser auténtico y completo exige una cohesión sociocultural. El mundo tecnócrata y, recientemente, infocrático, ha proporcionado la sistemática eliminación de lo humano. La falta de tiempo y espacio para lograr una identidad redonda produce personas como Phil Connors, un hombre que refleja su vacua existencia en la arrogante actitud que presenta diariamente. Su imposibilidad de sentirse humano, le impide sentir la afinidad que resignadamente desea con Rita. A Phil Connors se le presenta una oportunidad que el hombre común no tiene, la oportunidad de re/tomar la guagua perdida. Una y otra vez, Connors se monta en una odisea atemporal de aproximadamente 18 horas (no son 24 ya que su día dura entre las 6 de la mañana y las 12 de la medianoche), en la cual, tanto como Odiseo y como Telémaco, Connors tiene que darse cuenta de su “error” y “corregir” las deficiencias humanas que impide que pueda ser correspondido por Rita.  Es verdad que Hollywood ayuda creando este espacio/tiempo ideal con el cual reflexionar y desear lo inalcanzable abandonando, temporeramente, todo vínculo con nuestra limitante realidad.
En la última década (léase los 90) el mundo de la masificación ideológica ha propuesto el mundo virtual como medio de realizar lo que Hollywood ha plasmado por un siglo. Y, como siempre, el hombre se ha lanzado ciegamente a abrazar esta nueva salvación quántica de lo rutinario. Por ejemplo You've Got Mail (1998 Nora Ephron), con Tom Hanks y Meg Ryan, explora el amor correspondido entre incompatibles gracias al carácter anónimo del Internet. El problema es que ese espacio y ese tiempo idóneo es construido externamente por entidades mojadas aferradas a las pestilentes visiones de viejas arrogancias de virtual eternidad no existente, y la resultante fabricación del amor no es perdurable en el mundo real. Pero esa realidad, y, sobretodo, ese amor, el frívolamente perseguido por los cibernautas, un amor a lo Groundhog Day, sólo comienza a florecer dentro de nuestro auténtico espacio/tiempo interno. Phil Connors se da cuenta, en algún momento, que, para ganarse el respeto y el amor de Rita, debía primero ganarse tanto el respeto y el amor de su ser auténtico como el de la marmota. 
El mundo contemporáneo es muy cínico y serio ante este ser desprovisto de visión. Creemos que lo merecemos todo y lo demás está de más. Y lo que está demás es el mundo corpóreo por no proveer las experiencias deseadas por el hombre común. Ante esta deficiencia el ser se desprende virtualmente de la realidad, ya que la realidad no proporciona lo que lo virtual puede, y nos convertimos en reclusos surfeando las luces del mañana en búsqueda del mayor placer sin esfuerzo. Inclusive, ante el anonimato del medio, enactuamos realidades identológicas de lo que deseamos ser: nombres y mujeres perfectos, de proeza inigualable, tanto en lo social como lo personal. Es así que se explica las innumerables direcciones de orientación sexual que el medio ofrece.  Por ejemplo la serie televisiva The Pleasure Zone (Cinemax) ofrece relatos donde se explora como los interesados pueden encontrar parejas que le llenen el vacío sensual/sexual. La precariedad en la proeza sexual, Talón de Aquiles existencial del ser cotidiano, es resuelta virtualmente por las hazañas cibernéticas que funcionan como panacea ante la mediocridad del amor no correspondido en el mundo real. Esta tendencia complica nuestro camino a la plenitud del ser auténtico ya que la narrativa de este ser es coartado por la satisfacción instantánea ofrecida por el Internet. Pero estas nuevas virtualidades presentan peligros para los cibernautas, como en The Net (1995 Irwin Winkler) donde la protagonista, protagonizada por Sandra Bullock, pierde su identidad real como consecuencia de reducir todo contacto cotidiano al Internet. La solución para el personaje es volver y aceptar el mundo real. 
Esta realidad es la que Phil Connors ha olvidado. Connors realiza y acepta su lado humano, su lado sensible, y comienza a ver el mundo desde otra óptica; la que valoriza todas las localidades a su alrededor y el de los demás. Tiempo. Espacio.  Cronos. Cosmos. No tenemos tanto como para perdernos en su búsqueda. A lo mejor nuestro problema estriba en que nos montamos en la primera guagua que vemos sin pensar en las consecuencias de su trayectoria. A lo mejor deberíamos dejar que la guagua nos atropelle, casi, para que podamos, en la comática realidad de nuestros sueños, percatarnos de la simple belleza del momento justo. Kairós. A lo mejor el momento oportuno es violentamente inocuo, inhóspito y aterrador, un abismo auténticamente desequilibrado en el cual un niño o una niña es capaz de ser real. Caos. Como opuestos que comprenden el Todo. Gea. Urano. Tal vez es tiempo de localizar nuestro lugar y nuestro momento, y aceptar. Eros. Y si al salir del cine nos encontramos con una marmota, bueno, antes de pedirle la hora o consejos sobre el clima....

Walter J Mucher Serra, 2008


[1]  Lo que me hace pensar en “Upgrade” por Ramona Louise Wheeler , un cuento de ciencia ficción que recientemente leí en la revista Analog: Science Fiction and Fact (Vol CXIX No. 3 [March 1999]: 82-91).  En este cuento el protagonista, Mark Swift, un hombre malgustado socialmente, triste y solo que no tiene mucho por qué vivir (ni familia ni amigos, una vida realmente rutinaria sin sabor ni color), se somete a un tratamiento nanotecnológico el cual promete eliminar todos sus males, dolores y pesares tanto físicos como emocionales otorgándole un cuerpo saludable y una vida libre de penas, de preocupaciones y de dolor.  El único problema es que el precio es algo alto ya que los nanos  no solamente expurgan el cuerpo de todas las toxinas habidas y por haber, sino que reconfigura su “memoria a corto plazo” para que todo  sea igual al momento del comienzo del día así eliminando cualquier experiencia negativa que haya experimentado en las últimas 24 horas. 
La euforia de sentirse físicamente bien y mejorado le da el ímpetu de ser un mejor ser humano.  Comienza a ser un mejor empleado, a hacer amistades e, inclusive, a enamorarse de la mujer de sus sueños, literalmente.  El resultado es obvio.  No solamente el protagonista olvida lo malo en su vida sino también lo bueno, como a la mujer de sus sueños.
O, tal vez, de su pesadilla ya que el reloj interno es llevado de vuelta al principio, o sea, al primer día en que Swift despierta bajo los efectos de los milagrosos duendecitos de la nueva tecnología nanotécnica que ha invadido tanto su cuerpo como su mente manteniéndolo dentro de los perímetros idealizados programados por la compañía para su absoluta felicidad.  Cada día es lunes pos tratamiento nanotécnico y no entiende por qué la gente con que trabaja lo trata diferente, ni por qué cobra su  sueldo un lunes, y menos por qué se encuentra una bella mujer en su cama. (Claro está, muchos hoy en día tampoco entienden esto, pero aun así le  ocurre a muchos, aunque no necesariamente implique ser un horror.)  Así Mark vivirá torturado recordando, a palo limpio, lo que olvida, día, tras día, tras día, tras día ... hasta que logre reunir la cantidad  suficiente para poder pagar por el “upgrade” (por lo menos unos 82 meses, descontados a plazos por contabilidad) que le permitirá recordar el/su presente y retomar el/su futuro.

[2]  Recientemente series televisivas como The X-Files (ver “Monday” 28 de febrero de 1999) y Xena: Warrior Princess (ver “Been There, Done That” 10 de mayo de 1997), han utilizado este motivo para configurar las múltiples consecuencias de un momento trágico, algo aislado, identificado en la muerte inoportuna de una o más personas.  Mientras que en Xena la muerte es motivada por el amor frustrado de un joven a una joven, amor prohibid socialmente a lo Romeo and Juliet, en The X-Files la muerte es impulsada por el desespero de una mujer joven al vivir una vida llena de miseria junto a su bueno para nada esposo, pero amarrada al rebote temporal sin poder identificar la fuente de su desesperada realidad, el amor inconsciente a la vida.  Mientras que en “Been There Done That” la solución es evitar la muerte de los enamorados para que puedan realizar sus destinos juntos, y así librar a los demás de trágicas consecuencias, la trama de “Monday” es más similar al trama desesperante del cortometraje 12:01,  con la excepción de que en “Monday” la protagonista sí tiene una manera de escapar el rebote temporal (con su propia muerte) y el protagonista de 12:01 no. 
Otras series, como Hercules, Star Trek: The Next Generation, The Time Tunel, Timecops, y, Seven Days, tambien se han beneficiado de este fenómeno temporal preguntándonos si es posible cambiar el pasado, y con ello el futuro de la humanidad.  Tanto las series televisivas Timecops y Seven Days como el episodio “Timescape” de Star Trek: The Next Generation (27 de junio de 1993) nos presentan con protagonistas que no solamente logran romper el ciclo, sino que la premisa es que la ruptura espaciotemporal es causada por un error o accidente cometido en un vértice espaciotemporal específico.  En “Timescape” una explosión logra desequilibrar la relación espaciotemporal creando un repetitivo, mientras que la serie Timecops como la más reciente Seven Days, toman esta premisa como fundamento dramático, presentando a los protagonistas como vigilantes del tiempo y el espacio continuo. Claro que esto exigiría la existencia de un tiempo lineal cuantificable e divisible, si no única.

[3]  Algunos se preguntarían por qué el paso de 12:00 a 12:01 AM  marca un nuevo día y otros si no es el paso de 11:59 PM a 12:00.  Y ya que las 12:00 de la medianoche es igual que las 00:00, y, por ende,  puede entenderse como un momento nulo entre momentos, ¿No es este momento nulo el que debemos de considerar como atemporal?  La verdad es que la distinción entre un día y otro es relativa.  Por ejemplo, las tradiciones semíticas, que se rigen por un calendario lunar,  marcan el final del día con la caída del sol haciendo la noche parte del día siguiente.  De igual forma el mundo occidental comúnmente hace la observación de un nuevo día con la salida del sol, así otorgando la oscura mañana al día previo (comúnmente marcado por el momento en que nuestros relojes marcan las 6:00 de la mañana).  Eventualmente, la pregunta es irrelevante considerando que existe 24 zonas del tiempo y que cada zona goza de su propia conciencia temporal, lo que nos da 24  nuevos días para jugar.  Esto sin pensar en las arbitrarias líneas del meridiano en Greenwich, Inglaterra, la que estandariza la hora, y la igualmente arbitraria línea internacional de la fecha localizada en medio del Pacífico donde el mundo demarca la diferencia entre un día y el próximo. 

[4]  Esto es lo que le ocurre al protagonista del cortometraje 12:01 una vez que, progresivamente, explora toda posibilidad de romper el ciclo del rebote temporal en que el mundo se encuentra.

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